Sin haber sufrido las consecuencias directas de las dos guerras mundiales, la arquitectura moderna suiza pudo desarrollarse con una continuidad excepcional.
En comparación con el resto de Europa, la calidad de la construcción y la destreza manual siguen siendo altas, y sus arquitectos conservan un grado de control que ha desaparecido en gran parte en otros lugares. Los arquitectos de la generación de Herzog & de Meuron fertilizaron esta tradición constructiva con las ideas de artistas conceptuales como Joseph Beuys y los minimalistas norteamericanos, así como la obra de Aldo Rossi, que trabajó durante una breve pero intensa temporada en la ETH de Zúrich.
Herzog & de Meuron se dieron a conocer internacionalmente a raíz de la construcción de un edificio ícono para la empresa Ricola (1987). Lo que podría haber sido un almacén corriente se convirtió en algo extraordinario gracias al exquisito manejo por parte de los autores de un material tan habitual en los edificios industriales como los cerramientos de fibrocemento. Su volumen inclinado en altura y coronado por una “cornisa” volada está revestido por unos paneles que recuerdan a los maderos apilados en los numerosos aserraderos de la zona, así como a los estratos de las paredes rocosas adyacentes (el edificio está situado en una vieja cantera abandonada). La repetición con pequeñas variaciones del panel posee un carácter hipnótico, de un modo muy similar al que puede adoptar en la música minimalista de Philip Glass o en las esculturas de Sol LeWitt.
Llevar el material a “un extremo en el que se presenta descarnado de toda otra función excepto la de ser” constituye un aspecto central en el enfoque arquitectónico de Herzog & de Meuron, y en la Galería Goetz -que alberga una colección privada de arte posterior a 1960-. El edificio se reduce así a unas franjas contrastadas de materiales y construcción. Su estructura se compone de un entramado de madera revestido con tableros contrachapados de abedul apoyado sobre un basamento de hormigón semienterrado, de modo que no solo sobresale su mitad superior, acristalada en prácticamente todo su perímetro. De altura idéntica a esta, una ventana alargada de vidrio translucido, puntuada por unos montantes de aluminio sin revestir y dispuesta alrededor de la sección superior del edificio, permite la entrada de luz en los principales espacios de exposición a la vez que evita los deslumbramientos.
Vista desde el exterior, esta configuración resulta francamente enigmática, sobre todo porque el vestíbulo y la oficina, visibles a través de grandes paños de vidrio transparente, parecen formar una planta baja convencional . En realidad, éstos ocupan el mayor de los dos conductos de hormigón que atraviesan el volumen enterrado, del cual gran parte de los vidrios de la planta bajan constituyen la claraboya lateral, idéntica a la de la sala superior. En el interior, la organización espacial es igualmente sencilla. Se ha forzado la profundidad del volumen y la disposición a media altura de las plantas para permitir una escalera de un solo tramo que comunica los niveles de las plantas formadas por una simple alineación axial de tres salas: cubos idénticos en la planta alta; un cuadrado, medio cuadrado y un cuadrado y medio el sótano, de altura variable en función de los “conductos” elevados. Los acabados y detalles constructivos son igualmente austeros: el revestimiento de la madera de la escalera da paso a pavimentos de tarima de tablillas y a un enyesado pintado de blanco.
A pesar de reflejar los cambios de la luz del exterior, el interior de la “caja blanca” genera un entorno casi invariable para la contemplación de la obras de arte . En contrapartida, el exterior es sorprendentemente inaprensible y equívoco: según las condiciones ambientales, las franjas de vidrio perfilan un friso con el reflejo de los árboles circundantes o están a punto de disolverse en la atmosfera.
Extraído de: WESTON. Richard. Plantas, secciones y alzados: edificios clave del siglo XX. Gustavo Gili, 2005.
(Traducción de Guillermo Landrove). Pág. 206.