La arquitectura de Madrid y de su región que hoy se conserva, se inicia, en su mayoría, en tiempos de los Reyes Católicos (s.XV), pero no tomó verdadero auge hasta que Felipe II fijó (1561) su capital en la pequeña villa, de fundación islámica (Magerit). La construcción del Escorial, primero (s. XVI de Herrera) de obras como la Plaza Mayor (s. XVII de Gómez de Mora) y de los sitios reales del Prado (a 9km. al O) y de Aranjuez (S. XVIXVIII, a 45km.), después, configuraron una gran estructura metropolitana que articula desde antiguo la región madrileña.
La corte de los Austria llevó la ciudad hasta algo más allá de la vaguada del Prado el jardín real del buen Retiro y su hoy casi desaparecido Palacio-; incendiado el antigua Alcázar, bajo al nueva dinastía borbónica que inicia Felipe V se construyó el Palacio Real (s. XVIII, de Juvara, Sabatini, Sachetti y Ventura Rodríguez), se aumentó la estructura metropolitana de la región Fernando VI fundó el fabril Real Sitio de San Fernando de Henares- y se creó la base de una nueva capital al urbanizar, bajo Carlos III, el Salón del Prado (s: XVIII, de Ventura Rodríguez), origen y primer tramo del Paseo de la Castellana actual eje N-S de unos 12km-, y el «tridente» de Atocha, con su obra cumbre del Museo del Prado (1785), de Juan de Villanueva.
Durante el s. XIX se renovó sistemáticamente el caserío haciendo que alcanzara la notable calidad media que puede hoy comprobarse y, ya en la segunda mitad de la centuria, se amplió la ciudad mediante el gran ensanche, retícula trazado al N del casco por el ingeniero y arquitecto Castro (1859). En el cambio de siglo, la amplia operación de abrir la Gran Vía, como eje O-E de la ciudad a través del antiguo caserío, reformó el interior de ésta.
La prolongación de la Castellana como eje moderno de Madrid no se proyectó hasta el concurso de extensión de la capital de 1929, ganado por Zuazo y Cansen, pero no se abrió al tráfico hasta después de la guerra civil.
Paralelamente a esta importante extensión de Madrid se realizó la gran obra de la ciudad Universitaria, decidida en 1927. Pero la ciudad por entonces había dado ya un gran salto absorbiendo pueblos próximos y colonizando amplios terrenos de la periferia, esto es, superando el ensanche del XIX. En 1920, Madrid (provincia) tiene solo 1.07 millones de habitantes y es sobre todo capital político y administrativa. Esa década es el momento en que, por un lado e incipientemente, se desarrollaba la arquitectura que hemos llamado Moderna y, de otro, subsistía (en verdad, predominaba) la arquitectura historicista, ecléctica y académica. Así, hay, por ejemplo, obras de Flórez –grupos escolares, académicos, pero con rasgos «racionales» que los acercan a la modernidad-, o de Palacios Ramilo, el ecléctico y clasicista más brillante y exaltado. En el primer bando estaban las de aquellos que como Fernández Shaw, Gutiérrez Soto, Bergamín o Feduchi tanteaban las nuevas maneras internacionales.
Pero no solo hay esos dos grupos: también el de aquellos otros que, no menos numerosos ni menos cualificados, participaban de un atractivo intento de mediación -Zuazo, Arniches y Domínguez, los arquitectos de la ciudad Universitaria, Fernández Balbuena- y que caracterizaron su trabajo con una manera moderna alternativa, que pasará a la ciudad, a la región y a la historia como lo más propio y lo más afortunado de la cultura de la capital –y, puede decirse, que de casi toda España en la década de los años veinte y treinta Después de la guerra civil, la ciudad -muy castigada por su resistencia- y la región serán testigos pétreos del revival historicista promovido por los arquitectos afectos al franquismo -y no tanto por el propio régimen-, y con él, del giro historicista de la carrera de Gutiérrez Soto, o de la obra de Moya, el tardo clasicista más singular, cualificado y auténtico. Pero, también, de las moderadas propuestas historicistas de la generación más joven -Fisac, Cabrero-, empeñadas durante breve tiempo en otra mediación. Pero, muy pronto, la arquitectura moderna arrancará de modo pujante: la ciudad iría reseñando, a través de los años, la brillante producción de la generación aludida, cuyos nombres se han de completar, al menos con los de Sota, Corrales, Vázquez Molezún y Sáenz de Oiza, protagonistas casi absolutos de la década de los cincuenta del racionalismo- y, también, de los años sesenta –por la revisión «orgánica»-, y que serán sucedidos por nuevas figuras como Fernández Alba. Ello, en lo que hace a la arquitectura más «empeñada», o «vanguardista», pero a la que hay que añadir, también, la más estrictamente profesional que presentará una calidad no menor. La enorme inmigración -en menos de 20 años, de los cincuenta a fin de los sesenta, la población se duplica: 3.8 millones en 1970. En ese contexto, la vivienda social del Estado, los poblados dirigidos, las UVA -unidades vecinales de absorción- y otros barrios oficiales dieron, en gran modo, la medida del éxito alcanzado en el ejercicio moderno, de la misma forma que en otro ámbito lo hicieron obras singulares, paradigma de las cuales es el edificio Torres Blancas de Sáenz de Oiza. Ejemplo éste revelador, por cierto, de que, en la España pendiente, la arquitectura moderna había recorrido un vertiginoso camino al pasar con rapidez del racionalismo más radical al organicismo más exacerbado, esto es, a modos opuestos, tenidos ambos como la «verdadera modernidad». Mientras todo esto se producía, la ciudad superó muy ampliamente los límites decimonónicos y se había convertido en una amplia metrópoli y en la ciudad-región que su vieja estructura como Corte Real había ya anunciado.
En las décadas de los setenta y ochenta –consumada la crisis internacional de la disciplina-, un nuevo modo de pensar surgido a través de la aparición de generaciones más jóvenes educadas por los maestros citados y presididas por el creciente relieve de la figura de Rafael Moneo -con su brillante y pequeño edificio Bankinter en el inicio de la etapa, verdadero símbolo de ella, y la estación de Atocha al final- se reflejará de nuevo en la vivienda oficial, promovida ahora por las instituciones democráticas. Las remodelaciones de antiguas periferias y la creación de otras nuevas -con la operación de Palomeras, en el sur obrero, como el ejemplo de mayor entidad e importancia- constituyeron el fruto arquitectónico más estimable. Ha de ligarse esta etapa de un modo especial con el mayor empuje cultural y profesional de la Escuela de Arquitectura (1845). Al final del s. XX, Madrid es el primer mercado de España, ocupa el primer puesto en finanzas y en el sector servicios, siendo el segundo foco industrial.
Soporta, a su vez, las prestaciones a dar como capital del Reino, sede las Cortes, el Senado, el Gobierno y la Administración central del Estado. En la primera mitad de los años noventa, sin grandes eventos como motor de inversiones públicas, vio la paradoja, ya antes iniciada, de que se consolidara como uno de los focos importantes de la cultura arquitectónica del mundo -por la amplitud y calidad de su Escuela y por los numerosos buenos profesionales- y que, al tiempo, se diera la falta de una cantidad significativas de obras altamente cualificadas que reflejara, físicamente y en su propio lugar, la medida de dicha cultura -si bien la de obras estimables pero menores, fue más notoria.
Aunque sea una fuerte, y lógica, tradición madrileña exportar la obra de suscaracterizada por el triunfo del racionalismo- y, también, de los años sesenta –por la revisión «orgánica»-, y que serán sucedidos por nuevas figuras como Fernández Alba. Ello, en lo que hace a la arquitectura más «empeñada», o «vanguardista», pero a la que hay que añadir, también, la más estrictamente profesional que presentará una calidad no menor. La enorme inmigración -en menos de 20 años, de los cincuenta a fin de los sesenta, la población se duplica: 3.8 millones en 1970. En ese contexto, la vivienda social del Estado, los poblados dirigidos, las UVA -unidades vecinales de absorción- y otros barrios oficiales dieron, en gran modo, la medida del éxito alcanzado en el ejercicio moderno, de la misma forma que en otro ámbito lo hicieron obras singulares, paradigma de las cuales es el edificio Torres Blancas de Sáenz de Oiza. Ejemplo éste revelador, por cierto, de que, en la España pendiente, la arquitectura moderna había recorrido un vertiginoso camino al pasar con rapidez del racionalismo más radical al organicismo más exacerbado, esto es, a modos opuestos, tenidos ambos como la «verdadera modernidad». Mientras todo esto se producía, la ciudad superó muy ampliamente los límites decimonónicos y se había convertido en una amplia metrópoli y en la ciudad-región que su vieja estructura como Corte Real había ya anunciado.
En las décadas de los setenta y ochenta –consumada la crisis internacional de la disciplina-, un nuevo modo de pensar surgido a través de la aparición de generaciones más jóvenes educadas por los maestros citados y presididas por el creciente relieve de la figura de Rafael Moneo -con su brillante y pequeño edificio Bankinter en el inicio de la etapa, verdadero símbolo de ella, y la estación de Atocha al final- se reflejará de nuevo en la vivienda oficial, promovida ahora por las instituciones democráticas. Las remodelaciones de antiguas periferias y la creación de otras nuevas -con la operación de Palomeras, en el sur obrero, como el ejemplo de mayor entidad e importancia- constituyeron el fruto arquitectónico más estimable. Ha de ligarse esta etapa de un modo especial con el mayor empuje cultural y profesional de la Escuela de Arquitectura (1845). Al final del s. XX, Madrid es el primer mercado de España, ocupa el primer puesto en finanzas y en el sector servicios, siendo el segundo foco industrial.
Soporta, a su vez, las prestaciones a dar como capital del Reino, sede las Cortes, el Senado, el Gobierno y la Administración central del Estado. En la primera mitad de los años noventa, sin grandes eventos como motor de inversiones públicas, vio la paradoja, ya antes iniciada, de que se consolidara como uno de los focos importantes de la cultura arquitectónica del mundo -por la amplitud y calidad de su Escuela y por los numerosos buenos profesionales- y que, al tiempo, se diera la falta de una cantidad significativas de obras altamente cualificadas que reflejara, físicamente y en su propio lugar, la medida de dicha cultura -si bien la de obras estimables pero menores, fue más notoria.
Aunque sea una fuerte, y lógica, tradición madrileña exportar la obra de sus arquitectos, al final el s. XX se produjo, más que nunca, la ignorancia de la ciudad real acerca del mejor y más cercano pensamiento para poder transformarla positivamente.
Y sin embargo, Madrid y su región constituyen uno de los dos principales territorios españoles -el otro es Barcelona y Cataluña donde se acumulan la mayor cantidad de obras de arquitectura cualificadas realizadas en éste siglo. La protección sistemática de la edificación persistente iniciada en los años setenta expulsaría, sin duda, algunas ocasiones, pero salvaguardó la inmensa mayoría de su importante patrimonio arquitectónico. La nueva cohorte de jóvenes profesionales anuncia un futuro que no dejará de ser de valor por falta de autores y talento.
El 11 de marzo de 2004, tres días antes de la celebración de elecciones generales, varias bombas colocadas en trenes de pasajeros estallaron en la estación madrileña de Atocha y sus inmediaciones. Madrid no sufrirá menos que Manhattan.
Reparará antes los datos materiales, pero la lesión en el capital social constituido por la confianza mutua tardará mucho en cicatrizar. El pánico a las alturas o el temor al tren ceden ante la exigencia cotidiana de unas urbes construidas alrededor del ascensor y el metro; el trauma emotivo de contemplar personas que se arrojan al vacío o cuerpos despedazados por la explosión se amortigua con el paso de los días; el recelo ante el otro, sin embargo, se exacerba sin remedio, impulsando a canjear seguridad por libertad. Madrid ahora, como Nueva York en su día, está colonizada por altarcitos conmemorativos.