Tomado de: IM. Dossier Declaratoria 106 BID. Montevideo, 2015. Disponible en; http://www.montevideo.gub.
Tomado de: Alemán, L. “De principio a fin”. La Diaria (1 de julio de 2016). Disponible en https://ladiaria.com.uy/
El contacto entre Ernesto Leborgne y Joaquín Torres García ocurre en 1934 -días después del regreso de este a Uruguay- por mediación del arquitecto Alberto Muñoz del Campo, quien invita y acompaña a Leborgne a la muestra “de un pintor uruguayo muy conocido” (así es como se lo presenta), la primera que realiza en Montevideo. Tiempo después, Leborgne visita al maestro en su casa de Isla de Flores -“fui hasta allí temblando”, confiesa- y compra el primer cuadro que Torres venderá en su tierra -Carguero, una escena portuaria pintada en París en 1927-. Esto da inicio a un lazo fecundo y duradero que se hará extensivo a los hijos y discípulos del artista: desde entonces, el arquitecto asiste a las conferencias del pintor y a menudo conversa con él sobre los temas que lo desvelan. Se fragua así la misteriosa inflexión, el giro rotundo, el nuevo nacimiento: el origen de un modo de hacer irrepetible, que sólo se explica si se apela a la figura mítica del genio, el que se rige por sus propias e ignotas reglas.
La obra de Leborgne crece entonces como un cuerpo unitario y coherente, como una serie de variaciones sutiles sobre el mismo tema. El núcleo es siempre la casa, el hogar, la cueva: el centro del mundo, el recinto donde se ama, se llora y se sueña. El ladrillo y la piedra son la carne y el hueso, la materia. Y el aire es un soplo de eternidad: las obras se instalan fuera del tiempo; calladas, rotundas y ajenas.
Se define así un universo cerrado y opaco, un mundo denso y oscuro que brota de la tierra. Una música acotada y discreta, una elocuente forma de silencio. Una hermosa saga que se inicia con su propia casa (1940) y se cierra con la que proyecta para Mario Lorieto (1960) -y con la reforma de la casa de Augusto Torres, realizada en paralelo-.
En este universo encantado domina el ideario de Torres García, que impone la integración de las artes en una unidad *constructiva+. Así, la arquitectura rodea y abraza las elevadas formas del hacer “inútil”, incorpora el perfume del arte y sus licencias. Y adopta sin velos la iconografía torresgarciana, en un visible homenaje a ese legado. El resultado es un mundo fuera del mundo, que -como la obra de Torres- suspende el pulso del devenir y encarna la fuerza de lo eterno, lejos de la levedad aérea que impone la vanguardia. El arquitecto resuelve o elude el dualismo de ese “espíritu nuevo” que atormenta al pintor -quien prefiere “la olla de barro a la de aluminio; la mesa de madera, pesada y fuerte, a la de cristal y hierro”-: se mueve en un tiempo sin tiempo y apuesta sobre todo a la verdad del discurso arquitectónico. “A mí me gusta que la piedra sea piedra y no que sea laja, y que el ladrillo sea ladrillo y no un revestimiento de plaqueta”, dice Leborgne con firmeza, y hay en esto un reclamo de correspondencia empírica. Pero esa verdad inmediata tiene también vuelo metafísico: irradia el eco de una certeza recóndita, profunda, difusa.
Bien de Interés Departamental. Decreto Departamental Nº 35.639. Fecha: 13/08/2015.
Ver además:
Arquitectura, núm. Homenaje (noviembre, 1964).
Artucio, Leopoldo. Montevideo y la Arquitectura Moderna. Montevideo: Nuestra Tierra, 1971.
IHA. Modernos. Montevideo: Facultad de Arquitectura, Universidad de la República, 2015. Disponible en https://issuu.com/iha.fadu/docs/modernos-set-2015
"Una vivienda Montevideana". Revista de la Facultad de Arquitectura, núm.14.(1964).
Rey, W. Arquitectura moderna en Montevideo (1920-1960). Montevideo: Facultad de Arquitectura, Universidad de la República, 2012.