Adolf Loos estaba convencido de que la vieja unidad del lenguaje se había fragmentado en mil esquirlas y era imposible componerlas en una nueva entidad. Un poco más, para Loos el mundo se ha vuelto inefable, inaprensible, ya que las distintas lenguas solo son capaces de hablar sus propias soledades. Contra toda la tradición hegeliana y contra la tradición de la arquitectura moderna, Adolf Loos sigue siendo una figura extraña e incómoda. Sobre la mitad de los años veinte el arquitecto austriaco paso algunas temporadas en Paris donde descubrió sus afinidades intelectuales con el poeta rumano Tristan Tzara. En los años del Cabaret Voltaire, en Zurich, Tzara junto a los dadaístas habían hurgado en el baúl del lenguaje demostrando el completo vacío de las palabras frente al mundo. La casa es uno de estos experimentos propios de un Loos aferrado en delimitar el área que corresponde a cada lenguaje: la piel exterior pertenece a la representación de la metrópolis, es simétrica, tripartita y tan burguesa como una buena casa parisina, mientras el interior y la fachada trasera se aferran a un mundo privado casi onírico hecho de recorridos y espacios encajados.